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Camino a la Sierra de Juárez

Apenas habíamos alcanzado el inicio de la subida hacia Cuajimoloyas, ni bien salidos del ancho valle de Oaxaca con sus pequeñas ciudades, algo pasó: nos dimos cuenta, casi al mismo tiempo, que algo había cambiado; nos sentíamos también mejor. Era como si el alma se abriera, el alma dentro de uno(a) podía ir abriéndose… Tratamos de darnos cuenta qué era lo que pasaba. Mientras al lado nuestro se veía todavía, más pequeños, algunos últimos rincones de la planicie, delante nuestro, todavía a cierta distancia, se elevaban las faldas de la Sierra de Juárez, alta, limpia en el sol de la mañana, moldeada con deliciosa irregularidad y de manera caprichosa por una imaginaria mano gigante que le dio su vida. La cinta del asfalto de la ruta hacia arriba se adentraba a sus pies por entre las estribaciones. Esa era la única marca humana en esa inmensidad delante nuestro. Y de golpe pudimos darnos cuenta que habíamos salido del ruido de los mil altoparlantes de la ciudad, de los televisores siempre prendidos, de los camiones que gritan la violencia, de los paisajes deshechos y desfigurados en medio del desierto de polvo, arena y cemento que creamos los humanos del modelo de vida contemporáneo.

Nos dimos cuenta que estábamos en el silencio auditivo y visual, o, mejor que silencio que significa ausencia, en otro espacio, no nuevo, sino anterior, que aún no había sido ocupado por las marcas de la presencia de las multitudes uniformes. Y ese paisaje, ‘anterior’, vivía. Y nuestras almas, nos dimos cuenta, lo habían percibido incluso antes que nosotros mismos, y habían comenzado a comunicarse con los cerros y la lejanía, como a tientas, de a poco, con señales de ida y venida en el intento de dar lugar a la alegría de la posibilidad de un conversar. Nuestras almas habían comenzado a dar señales a pesar nuestro, desde dentro de nosotros, y las señales que venían en respuesta eran las que de repente creaban en las paredes endurecidas de nuestra percepción brechas y pequeños derrumbes por donde podían entrar la alegría de niño, y el mero sol. Mi yo de dentro, desatendido, asustado, defensivo, por las dudas también armado, fue saliendo de a poco para ver si era verdad que había vuelto a un territorio vital. Era la vitalidad que va siendo en cada momento vida plena, vitalidad que es comunicación constante con el mundo. Estábamos de vuelta en comunicación!

(Oaxaca, México, 2009)


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